Dicen que fueron los franceses quienes, en la derrota de su huida, asolaron y destrozaron este pequeño poblado. Estarían rabiosos, cansados y humillados por un puñado de paisanos al que ellos, el mejor ejército del mundo, no había podido someter. Eran los primeros años del siglo XIX y allí, en ese pequeño núcleo entre dos países, diezmado por los múltiples saqueos y escaramuzas de los portugueses, consecuencia de esa sempiterna relación de amor y odio entre vecinos, todavía debía quedar algo por arrasar. Los franceses debieron verlo fácil y no dudarían en adornar su retirada desquitándose un mucho con aquel poco.
Otros aseguran que la causa real de su abandono y declive estaría en el agua, en el agua contaminada de su fuente románica, envenenada por alguna mano criminal quién sabe con qué retorcidos razonamientos, porque el propósito parece evidente.
¿O tal vez fue la peste? ¿Quién no ha recurrido alguna vez a la peste para justificar muertes, desolación, abandono y ruina? ¿Qué mejor excusa para trasladar cualquier carga de conciencia a tan omnipresente y letal compañera?
Pero ni guerras ni pandemias ni saqueos ni el afán de un alma envenenada pudieron doblegar el orgullo de la espadaña de su iglesia –una iglesia dedicada precisamente a San Sebastián, el santo más invocado para proteger de la peste–, que se ha mantenido tan firme como olvidada durante siglos.